Joan Valero

Todo el Románico de Valladolid

Guía exhaustiva y documentada de todo el arte románico de la provincia de Valladolid

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Descripción

JOSÉ LUIS HERNANDO GARRIDO. Todo el Románico de Valladolid, Fundación Santa María la Real Centro de Estudios del Románico, 2014, 216 p.
ISBN: 978-8415072713

El grueso de los edificios románicos conservados en el actual territorio vallisoletano -de exceptuar la consagrada ermita de Urueña- ha arrastrado el tópico de su escasa significación. Nunca recibieron aval de suficiencia y es una pena, porque estamos hablando de más de setenta testimonios que no merecen seguir llevando la etiqueta de anodinos, seguramente porque -pensamos nosotros- no han sido justamente atendidos, salvando dignas excepciones, con proceloso celo investigador.

Los historiadores del arte de nuestras latitudes optaron por estudiar otros fenómenos más tardíos, preferentemente refrendados con la valiente introspección en arduas empresas archivísticas. El románico vallisoletano -y aledaños- tuvo la fortuna de ser anotado de antiguo por Vicente García Escobar, José Mª Quadrado, Cesáreo Nieto, Juan Agapito y Revilla, Ramón Álvarez de la Braña, Juan Ortega Rubio, Francisco Guillén Robles, Francisco Antón Casaseca, Vicente Lampérez y Romea, Leopoldo Torres Balbás, Cesáreo Nieto, Esteban García Chico, Antonio Tovar Llorente, Mercedes González Tejerina, José Mª del Moral y Marcelino Ibañes y Armando Represa, convertido en monografías por Felipe Heras y Jesús Herrero Marcos y más que eruditamente tratado por Élie Lambert, Juan Antonio Gaya Nuño, Federico Wattenberg, Miguel Ángel García Guinea, Juan José Martín González, Jesús Urrea Fernández, Julia Ara Gil, Isidro Bango Torviso, Mª Teresa López de Guereño y Antonio García Flores.

Se ha repetido hasta la saciedad que los vestigios románicos vallisoletanos son mayoritariamente tardíos y rurales, cuestión más que evidente y que se repite en muchas otras regiones peninsulares. Pero nos resulta demasiado tajante despachar tan nutrido lote con el calificativo de románico de segunda fila. Un somero análisis de la ornamentación escultórica que encontramos en templos como Arroyo de la Encomienda o Santa María de Wamba -cuyo tímpano aporta la fecha de 1195- daría para muchos debates si planteamos miradas cruzadas y entresacamos chicha, con el tiempo veremos si nos sale tierna o tira a curada.

No hace mucho apareció un nuevo epígrafe medieval en tierras de Urueña, esperemos que salga publicado en breve, sobre todo en una villa murada tan vehementemente lectora, pues las fuentes epigráficas son contadas. Habrá que armarse de paciencia y augurar futuras empresas investigadoras -tal vez de la mano de voluntariosos locales o forasteros venturosos- que a buen seguro depararán infinidad de sorpresas.

Es cierto que cuanto hemos conservado -con menguas tan espeluznantes como el conjunto templario de Ceínos de Campos, bien documentado a lo largo del siglo XIII- depende de otros centros de mayor envergadura, natural, porque los débitos pivotan entre las aportaciones norteñas, San Martín de Frómista o Rebolledo de la Torre sin ir más lejos, las gallardías leonesas encabezadas por San Isidoro y el cercenado monasterio benedictino de Sahagún o el peso monumental de las fábricas zamoranas y sus hilvanes sanjuanistas. Hasta en la sala capitular de Santa María de Retuerta resuenan ecos silenses. Por no meter en danza la apostura de las torres de la capital y Simancas, los ecos pirenaicos de Urueña -singular bilocación que nos deja de piedra- o las florituras del claustro de Santa María de Valbuena, y eso que la orden del Cister clama al cielo porque semejante declaración de casto amorío provocará intransigentes olvidos o desnudas querencias. ¡Pues no está mal para ser un adusto románico vallisoletano de segunda! De comparar lo justo, y sólo desde lo estrictamente artístico, que enseguida salen a relucir incómodos raseros y méritos chabacanos de mal agüero y mezquino objetivo.

¿Acaso la capilla centralizada que existió a los pies de la iglesia templaria de Ceínos de Campos fuera una evocación del Santo Sepulcro jerosolimitano? La hipótesis ya fue formulada por Rocío Sánchez Ameijeiras. Se trataba de un ámbito de planta cuadrangular que a media altura se convertía en octógono gracias a la existencia de cuatro pechinas ornamentadas con los símbolos de los Evangelistas, el espacio superior remataba en cúpula constituida por ocho paños y cuya clave presentaba la imagen del Agnus Dei, una estructura que recordaría los cimborrios del Duero (Zamora, Salamanca y Toro). Una arquería compuesta por cinco arcos de medio punto instalada en la entrada a la capilla -que reprodujeron Carderera y Parcerisa y se conserva parcialmente en el Museo Nacional de Escultura– presenta chambranas con puntas de diamante, capiteles vegetales que apoyan sobre haces de cuatro -y hasta ocho- columnas, cinco de ellas decoradas con relieves (un par de ellas parecen efigiar una Anunciación). Derroche ornamental que nos trae a la memoria las estatuas-columna de la portada occidental de San Martín de Segovia y las procedentes del monasterio benedictino de Sahagún (Museo de León) o las ya desaparecidas en el acceso a la sala capitular de la canónica agustiniana de Benevívere (Palencia). Los dibujos realizados por Carderera de algunos capiteles que contempló en Ceínos nos recuerdan además otras tallas en el claustro de la Catedral Vieja de Salamanca. En la parroquial de Ceínos se veneró antaño una imagen pétrea de la Virgen del Claustro procedente de la iglesia templaria perdida en la noche de la eternidad.

Llama la atención que algunos templos románicos iniciados en piedra fueran continuados en ladrillo (Fresno el Viejo o Santervás de Campos), como si las dificultades económicas derivadas de la explotación de canteras, la marcha de sus hastiados constructores hasta centros de mayor tronío o tal vez las mejores habilidades técnicas esgrimidas por nuevos alarifes recién incorporados hubieran obrado el milagro. Y un nuevo prodigio de sutil albañilería permitiera alzar juveniles cabeceras maravillosamente capialzadas sobre sólidos basamentos calizos, casi como humanizados cerros testigos que hubieran dado la vez al barro aplantillado que coronó sus seseras con pelambrera de teja árabe.

La primicia de Urueña presenta ascendientes de alcurnia pirenaica, radiada implantación de parentela noble -tanto montaron Ansúrez como Ermengol- que mira hacia el condado de Urgell y cuenta con brillantes muletas en Sant Llorenç del Munt, Sant Jaume de Frontanyà y Sant Ponç de Corbera. Caso peculiar -salvando las distancias con la humilde ermita palentina de San Pelayo de Perazancas- que basa su idiosincrasia en el juego de arquillos y lesenas coronando ábsides y brazos del transepto, además del singular cimborrio octogonal que apoya sobre cuatro trompas. No hemos conservado revestimientos pictóricos -qué más quisiéramos- aunque la fábrica podría datarse hacia el 1100, no muy allá de las transfusiones del románico pleno bombeadas sobre la capital vallisoletana, donde la colegiata de Santa María la Mayor y el bloque de la Antigua se levantaron siguiendo los consabidos débitos nobiliarios al dictado de los referidos Ansúrez, bien relacionados con las casas benedictinas de Sahagún y Carrión, donde Alfonso, hijo de Pedro Ansúrez y doña Eylo, fue sepultado tras fallecer el sexto día de los idus de diciembre de 1093 y cuya cubierta sepulcral se conserva hoy -tras haber recalado entre 1926 y 1932 en el Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard- en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.

En las actuales tierras vallisoletanas abundan los edificios alzados por los hospitalarios de San Juan: Santa María de Wamba, Arroyo de la Encomienda, Fresno el Viejo y la ermita del Cristo en Castronuño, además de las instalaciones templarias de Villalba de los Alcores y Ceínos de Campos (los caballeros poseyeron tres bailías en tierras vallisoletanas: Mayorga, Ceínos y San Pedro de Latarce), conjuntos cuyas claves de identificación miran también hacia otros testimonios palentinos y de la Extremadura zamorana y salmantina.

Otros conjuntos como San Miguel de Íscar o Trigueros del Valle plantean tramas más rurales. Más acá nos quedan los testimonios de “albañilería románica” -holgadísima horquilla que discurre entre fines del siglo XII e inicios del XIV- entre su fase preclásica (Fresno el Viejo y Santervás), clásica (Alcazarén y Olmedo) y manierista (Aldea de San Miguel, Olmedo o Mojados) que homologó Manuel Valdés Fernández.

Capítulo aparte en la historia de la arquitectura de fines del siglo XII e inicios del XIII en territorio vallisoletano son las grandes fábricas monásticas, muy dañadas tras la exclaustración de 1835 (La Espina, Valbuena de Duero, Matallana o Palazuelos). Edificios que, inscritos dentro de la fase más tardía del románico, incorporaron novedades parejas a las aportadas por las catedrales y colegiatas del primer gótico peninsular, lo de menos son las diferentes clasificaciones aportadas por la historiografía (arte cisterciense mal que nos pese, gótico de transición o protogótico).

La fábrica eclesial de Retuerta parece ser la más antigua, pues en 1153 la condesa Elo, hija de Mayor Petri, junto a su marido el conde Ramiro y su hermano Pedro Martín, donaban a Retuerta y su abad Sancho un par de canteras en el valle de Trigueros. La triple batería absidal refleja aún un claro apego a la tradición románica, una primera campaña que también afectó a parte de los muros del costado meridional del templo y algunas dependencias claustrales (aún mantiene la entrada románica a la sala capitular, donde aparecen columnas torsas con capiteles zoomórficos emparentables con el segundo taller del claustro de Santo Domingo de Silos). Los capiteles de la cabecera -en las jambas de las ventanas del exterior- se adscriben al repertorio ornamental tardorrománico, con grifos entre hojarascas y ricas cestas vegetales de resonancias antiquizantes que se prolongan por las impostas. El capitel situado a la derecha de la entrada en la capilla del evangelio efigia una curiosa máscara vomitando tallos que rodean molinillos de acantos en espiral mientras que en la capilla mayor se distinguen otras cestas con acanaladas hojas de acanto y acaracolados roleos. Se trata de escuetas referencias estilísticas perfectamente entroncadas con los talleres asociados al nombre de los maestros Covaterio y Juan de Piasca, presumiblemente activos entre 1172 y 1186 en Santa María de Piasca (Liébana) y las tierras del Alto Pisuerga (Rebolledo de la Torre, Vallespinoso de Aguilar, Pozancos, Las Henestrosas de las Quintanillas, la ermita de Santa Eulalia de Barrio de Santa María o la parroquial de Barrio de Santa María en Becerril del Carpio entre tantos otros conjuntos). Aunque la mayor parte de tales testimonios rurales se sitúan sospechosamente en el entorno del monasterio premonstratense de Santa María de Aguilar de Campo (y algunos de cuyos restos escultóricos presentan los mismos rasgos distintivos), casa dependiente de Retuerta, que fue rectora de la circaria hispana. Desconsuela no haber conservado la cabecera románica de Aguilar, que fue sustituida por otra poligonal de cronología gótica, pues podría ofrecer pistas para comprender mejor los volúmenes, hechuras y decoración de la vallisoletana.

Texto: José Luis Hernando Garrido